Huimos del pensar. Con esta observación, casi un aforismo, invitaba Heidegger en una conferencia a deshilachar esta sensación tan profunda que aún perdura, a saber, nuestra completa sensación de estar perdidos.
Son muchos los filósofos que apuntan a la saturación del tiempo, al imperio de lo efímero, a la sociedad del rendimiento, a la interconexión perpetua, etc. Byung-Chul Han nos caracteriza como una sociedad del rendimiento. Un nosotros predador de estímulos y estimulantes para vivir o, más bien, para hacer el intento de sobre-vivir, de pasar de puntillas por la vida. El filósofo López Petit lo expresa con más crudeza y profundidad. Nos producimos y consumismos constantemente, en una vorágine imparable de movimiento sin fin y sin otro objetivo que un no parar. Una movilización existencial y global.
Nuestro estar alienados se expresa de múltiples maneras. Se manifiesta a través de esta movilización constante con la que no paramos de jalear nuestra propia vida, produciéndonos y consumiéndonos a un mismo tiempo y todo el tiempo; mostrando un narcisismo apabullante, las redes siguen siendo el mejor ejemplo; una saturación de información que acaba convirtiéndose en una desinformación total; la disolución de la esfera íntima; el imperio del instante, etc. Nos habitan obligaciones, créditos, crisis, miedos. Nos movemos por ellos y a través de ellos, buscando, sin encontrarlos, momentos de sosiego, seguridad y templanza. Es nuestro yo, esa veleta que izamos para capear nuestro día a día, un islote movedizo necesitado de eslóganes para surfear y desconexiones con las que compensar una vida sobreestimulada y, no obstante, completamente desvinculada respecto al medio, al otro y, también, respecto a nosotros mismos.
La sentencia heideggariana, como la sensación que la provoca, continúa estando plenamente vigente. ¿Cómo sino entender el Angelus novus que todos encarnamos? ¿Cómo sino explicar esta huida hacia delante en la que todos participamos?
Desde los discursos de izquierda se acostumbra a desplazar toda la responsabilidad a un sistema orientado a su propia supervivencia a costa de la constante auto-movilización de las masas productivas y del desplazamiento, marginación y olvido de aquellas que ya lo son o nunca lo fueron. Esta denuncia, si bien acierta a señalar la causa, obvia la creencia implícita que, como paradoja, cobija, a saber, la que sea el propio sistema el que testifique su propio autofagia. Los discursos reformistas, en el fondo más acertados en la intuición de su impotencia, ambicionan encubrir el sistema a través de contrapesos que alargan la eficacia de su depredación. Ambas opciones son incapaces de provocar una transformación. En este sentido, el propio sistema sólo puede tener un fin y éste apunta a su propio colapso.
Los discursos emancipadores de la izquierda tradicional son herederos también de las estrategias confrontativas de una sociedad fabril donde la división amigo/enemigo era nítida y las demostraciones de fuerza podían contrarrestar y conseguir ciertas ventajas. Hoy, el panorama se ha vuelto más confuso, más difuminado y, a la vez, más amordazado. A las estrategias emancipadoras les cuesta encontrar el nosotros y las propias herramientas de confrontación.
Es justo entonces el momento de volver a reivindicar la cita heideggeriana puesto que señala un olvido y alumbra un sendero. La huida del pensar se muestra a través de esta movilización constante que nos impide una acción emancipadora, a fin de cuentas la actividad del pensar reivindicada por el filósofo. Hoy, la lucha por la emancipación se ha desplazado por entero a nuestra propia vida y, más concretamente, a nuestra dimensión psíquica.
La mayoría de discursos emancipadores obvian nuestra propia participación en ello, el elemento más importante de dicho engranaje. Ello nos deja olvidados, facilitando la emergencia de movimientos aparentemente renovadores pero sujetos, en el fondo, a los parámetros de antaño, imposibilitándonos a asumir nuestra parte activa en el movimiento del Capital.
Somos completamente responsables de la realidad capitalista que nos envuelve, no sólo porque consumimos o producimos, siendo muy difícil zafarse del ciclo capitalista, sino, principalmente, porque hemos hilvanado nuestro sentido existencial al mundo semántico y simbólico del propio Capital. Nuestro cotidiano lenguaje es un buen ejemplo de ello, pero, además, la relación que mantenemos con nosotros mismos viene aupada por los mismos discursos que antaño movilizaban una sociedad fabril, sólo que hemos desplazado esos discursos disciplinarios hacia nuestra propia interioridad y desdibujado la opresión que ejercía mediante una positividad aún más alienante (el deber de estar permanentemente motivado es el mejor ejemplo).
Es evidente que en este engarce entre realidad y capitalismo, entre nosotros y el sinparar, nuestro reconocimiento está en juego: somos en la medida que nos mostramos y movemos. El peligro de la marginación y el ostracismo nos mantiene en constante alerta y el aumento continuo de desplazados y víctimas colaterales son uno más de nuestros acicates.
Si hacemos valer la valentía de la actividad filosófica capaz de afrontar un pensar radical y descartar la huida hacia el colapso como una fuga hacia delante, el anonimato y nuestra vida se convierten en nuestra real fuerza y un artefacto con el que cortocircuitar el propio sistema. Ello, no obstante, nos obliga a confrontarnos con nosotros mismos y a realizar una tarea de desvelo y de denuncia respecto a nuestro propio discurso movilizador.
La acción filosófica implica, primeramente, una atención respecto a uno mismo que posibilite el coraje de la franqueza o un decir en verdad. Confesar nuestra participación o sabernos cómplices es un primer paso. Seguidamente, demanda una tarea por revelar aquel conjunto de estrategias que configuran y ligan el modo de sujeción del discurso interno con nosotros mismos. Dibujar la forma y el tono de nuestra alienación.
Heidegger ligaba la huida del pensar con nuestro estar perdidos precisamente porque anida en toda su obra la intuición de que es el humano un animal empujado a la contemplación o a la actividad filosófica como aquel medio a través del cual puede volver a contactar consigo mismo. Ello no debe confundirse con una añoranza a una autenticidad o naturaleza prístina olvidada, sino con una demanda de una libertad radical que, contactando con la figura de una conformación subjetiva actual busca trascenderla. Es evidente, además, que la toma de conciencia de nuestra enajenación y forma de darse que ya había demandado Marx como elemento para saber de nuestra enajenación no es suficiente, hace falta una praxis encarnada en nuestra cotidianidad capaz de cortocircuitar la lógica mercantil que todos encarnamos.