No me acuerdo de alguna otra novela en la que fueran apareciendo tantas y tantas preguntas, lanzadas tras reflexiones del personaje, que impacten y sean verdaderas sacudidas para el lector. Son preguntas dirigidas a ese espacio tan pequeño y, a la vez, tan insondable que delimita entre el abismo del vacío y el encadenamiento de rutinas y lenguaje yerkish. Un espacio donde mora nuestra opción de libertad, muchas veces aletargada, cuestionada o aterrada.
Destruir resulta más fácil que crear, y por ello tanta gente decide demostrar públicamente lo que rechaza. Pero ¿qué nos dirían si les preguntásemos por qué luchan?
Es una lectura de sosiego, de aquellas en las que son obligadas las paradas, notando cómo la pregunta deshilacha nuestro propio discurso, confrontando nuestro reflejo, abriéndonos a la alteridad y al cuestionamiento, sintiendo el arañazo, el paladeo y el silencio.
Siendo sacudido en muchas de ellas, también el personaje (y el autor) va mostrando su forma, parcial, humana, limitada y temporal, de afrontarlas y darles respuesta. Es una construcción lábil y compleja, donde el amor, el contexto histórico y, especialmente la relación con la literatura y la influencia kafkiana, tienen especial repercusión.
La respuesta es silenciosa, con esa sensibilidad de haber vivido el desastroso responder ideológico del siglo XX (el holocausto, el socialismo y el capitalismo), con la elección de la literatura como aquel espacio de resurrección de los muertos y esperanza, en una visión que madura a lo largo del libro.
A través de este espacio, tan precario, en el que surge el preguntar y en el que uno hilvana su propio lenguaje, su preciado modo de ver el mundo (tan personal, tan fracturado por el dictado vital), tensan, como vectores que delimitan el territorio, los juegos entre la incerteza y la razón, el cielo y el apocalipsis, el padre y la mujer, el amor y la basura. Soterrada, medra una profunda crítica a nuestro presente, centrada en el lenguaje yerkish, pero con repercusiones globales, similar a las habladurías heideggerianas y a su concepción de existencia impropia (la falsa curiosidad, la palabrería y el equívoco), y la basura.
De toda la basura que nos arrolla y nos amenaza con la inhalación de su putrefacción, la más peligrosa son los montones de pensamientos caducos.
El juego entre polaridades, la mujer y la amante, el deseo y el sufrimiento, el cielo y el apocalipsis, el amor y la basura, basculan sobre el eje del vacío y la incerteza y son azotados, en el vaivén del libro, por la angustia y el miedo (el Angst y el Furcht heideggerianas).
Yo también me comportaba en la vida como un necio a fin de atenuar mi sufrimiento; no era capaz de amar de manera auténtica, ni de abandonar a nadie; ni de quedarme sólo con mi trabajo. Así que tal vez había echado a perder aquello que toda la vida había anhelado, y encima había engañado a quien había deseado amar.
A través de esta oscilación se abre el camino para la resolución de las polaridades, que no consiste en una mirada hacia fuera, sino que concede importancia al presente y al terreno kafkiano, y que modifica la concepción inicial del escribir (madurando la mirada del autor).
Entre el cielo (la esperanza, el futuro, el deseo…) y el apocalipsis (los sustitutos, el miedo, la basura…) quizás nos quede lo que únicamente tenemos, el presente.
El paraíso no se puede representar, puesto que el paraíso es el estado del que encuentra.
El paraíso es, sobre todo, un estado en el que el alma se siente pura.
También, por último, la literatura toma un sesgo más comprometido con lo real, el phatos, la soledad, el vacío y la hermosura. La vida.
En otros tiempos, lo que más me fascinaba de la literatura es que en ella la fantasía no tenía límites (…). Más tarde comprendí que no había nada más misterioso ni más fantástico que la vida misma. Aquel que pretendía estar por encima de ésta, tarde o temprano se revelaba como un falso buceador que, por miedo a lo que podría ocurrirle en las profundidades, descendía tan sólo hasta un sótano debidamente construido.
Kafka no reproducía sino la realidad de su propia vida. (…) Se sentía culpable de no ser capaz de amar, al menos de la forma que él hubiese deseado. No fue capaz de enfrentarse ni a su padre ni a las mujeres. (…) Él se hundió, pero consiguió al menos, siquiera por un momento, levantarse de sus cenizas para describir su caída segundo a segundo, movimiento a movimiento.(…)
Aquel que aspire a convertirse en escritor, al menos por unos segundos de su existencia, urdirá en vano historias fantásticas si no ha experimentado esa caída en la que uno no sabe dónde se detendrá o si se detendrá siquiera, si el deseo de un encuentro no despierta en él la fuerza necesaria para alzarse, purificado, de sus cenizas.